Los estrechos lazos que
unen al hombre con la naturaleza son uno de los rasgos más característicos de
la evolución de nuestra sociedad. Desde
siempre, esta relación ha respondido no sólo a unas necesidades materiales, es
decir, económicas, sino también a necesidades culturales.
En la Antigüedad, la
importancia concedida a los jardines provenía de un arte que los orientales
desarrollaron hasta la perfección. Esta habilidad constituyó, por otra parte,
la base de los jardines para todas las civilizaciones. En las ciudades griegas
y romanas, el jardín formaba parte del espacio habitado, igual que la casa
propiamente dicha. Durante los meses de
verano, la vida doméstica se desarrollaba, tanto de día como de noche, en el
patio interior. En los países
mediterráneos era conveniente refrescar y humedecer el aire que circulaba por
las habitaciones. Por eso ya se
encontraban cascadas, surtidores y fuentes en los jardines. Hoy en día, todos estos elementos son todavía
típicos del acondicionamiento del jardín en los países meridionales.
Durante la Edad Media,
la noción imaginaria de espacio, así como la tendencia a rechazar la realidad,
no ejercieron una influencia muy favorable sobre el desarrollo de los
jardines. La distribución del espacio en
los jardines se caracterizaba por su reparto geométrico y regular. Esta imitaba casi siempre la forma común de
los parterres: todos iguales. Los
elementos constitutivos de aquellos jardines carecían de estética. Su función era exclusivamente ornamental o
utilitaria, lo que determinaba también su relación con los edificios que rodeaban. El jardín no constituía todavía un elemento
plástico en el edificio y no dependía de una manera más o menos clara de los
demás elementos arquitectónicos. En la
historia del arte de los jardines, el Renacimiento fue realmente una época de
<>, la vuelta a los conceptos clásico de la
Antigüedad. Las nuevas corrientes de
pensamiento, que se centraban en la realidad y reflejaban el deseo del
individuo de realizarse libremente y disfrutar de su existencia terrenal,
provocaron también un cambio en las ideas relativas a la forma y función del
jardín. En lo sucesivo, éste no sólo
formó parte de los castillos y palacios edificados en aquella época, sino que
gozó también de una importancia evidente en la arquitectura de las ciudades
conquistadas por la burguesía. La nobleza fue abandonado sus fortalezas, de
difícil acceso, y mando edificar castillos más confortables; sus parques y
jardines, a veces de gran extensión, sustituyeron a los estrechos de los
alcázares, limitados por la naturaleza del terreno. La superficie que se concedió a los jardines
urbanos aumentó también de manera considerable.
El jardín, que desde
el siglo XVI hasta finales del siglo
XVIII ocupaba un lugar importante en las regiones rurales, sigue formando parte
de nuestro paisaje. La belleza grandiosa
de los jardines y de los parques contiguos a las mansiones señoriales, influyó
para que se arreglaran los terrenos que prolongaban estas fincas, las granjas y
los molinos. Esta transposición a la
esfera rural se caracterizó por una sutil adaptación al campo colindante y por
cierta revisión de los principios válidos para parques y jardines señoriales,
adaptándolos a la situación y las necesidades de los campesinos.
Los acontecimientos
singulares de la historia económica y social de fines del siglo XVIII acarrearon
también una reacción hacia el estilo característico del jardín clásico que imperaba hasta entonces. A la rigidez y a la mesura de la etiqueta, se
opusieron de manera radical las nuevas corrientes de pensamiento, bajo la
influencia de las tesis de J.J. Rousseau que proclamaban la vuelta a la naturaleza salvaje. Así se abrió paso una nueva estética en la
historia de los jardines y, en general, del medio ambiente natural del hombre. (Gran Enciclopedia de Jardinería).
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